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Tengo que nacer todas las mañanas **

Por Luis Manuel Arellano *

La lectura del libro “Tengo que morir todas las noches” de Guillermo Osorno (Editorial Debate, México 2014) me ha dejado sabor agridulce. Hay mucha información valiosa obtenida a través del trabajo periodístico aunque, al concentrar la atención en la vida de Henri Donnadieu y situar como eje de la expresión homosexual de los años ochenta al bar El Nueve, el autor desestima (no creo que haya sido esa su intención) otras referencias de mayor relevancia para la configuración de la llamada cultura gay durante esa década en que desde distintos frentes la sociedad mexicana resistió, cuestionó y logró modificar importantes valores del establishment.

Mi crítica surge ante el señalamiento, en la portada del libro, de que constituye “una crónica de los ochenta, el urderground y la cultura gay”. Pensé inicialmente que ésta podría haber sido una desafortunada anotación de parte de la editorial, pero el propio autor advierte en el prólogo su percepción de que “Henri Donnadieu y el bar El Nueve son como el lado B de la historia oficial” porque “se entrecruzan con las pericias de un país que entró en un período de cambios”. Sin embargo, nunca encontré en la lectura amena de este recomendable libro ningún planteamiento ideológico o alguna intención de parte del protagonista para convertir a El Nueve en el eje de esa innegable transformación. Y lo digo porque Osorno advierte que “si uno presiona a Henri a que juzgue las aportaciones de El Nueve, él asegura que, muy a su manera, entre gays, travestis, alcohol, drogas y rock, el bar contribuyó a la democratización de la cultura y las costumbres del país; lo hizo más plural, más tolerante”. Los testimonios que recoge esta historia, empero, difícilmente alcanzan a sustentar la creencia de Donnadieu.

A pesar del sabor agridulce, quiero anotar que este libro forma parte ya de mis referencias para comprender una época en la que también viví y construí mi identidad. Yo conocí El Nueve en el marco de los eventos que los lunes se realizaban en apoyo a la organización Cálamo, AC. En ese bar disfruté de varios espectáculos memorables pero, como a muchos de mi generación, el lugar no nos atrapó ni observamos que constituyera fermento alguno para impulsar cambios sociales. Hubo y habrá agradecimiento a Henri Donnadieu por su solidaridad en la lucha colectiva contra el Sida, más soy de quienes creen que el componente gay en el underground de esa década se registró con más aplomo en otros lugares. Cito dos que pude constatar personalmente: el Foro Isabelino y el Foro del Museo Universitario del Chopo, donde las manifestaciones artísticas homoeróticas tuvieron un espacio generoso y construyeron no solo audiencia sino también un discurso de confrontación frente al orden establecido.

Desconozco, por citar solo un ejemplo, si el grupo Música y Contra Cultura (MCC) tocó en El Nueve, pero me parece imposible hablar de expresiones gays en los ochentas sin hacer referencias a ese proyecto contestatario, como también omitir el lugar que abrió para la plástica y otras expresiones diversas la Semana Cultural Lésbica Gay. O las aportaciones del movimiento artístico que impulsó de manera colectiva el Taller de Documentación Visual y sobre todo el uso que algunos creadores dieron a espacios populares. Cito el caso del cineasta y director teatral alemán Werner Shoerter, quien en 1986 junto a la cantante María Luisa Tamez representaron un aria de la ópera Salomé en la pista de la disco Spartacus. Tampoco hay referencias en la investigación de Osorno a los bares y cantinas del centro histórico que facilitaban la convivencia de soldados en día de descanso con hombres gays, conformando una ruptura discursiva y estética que difícilmente podría haberse gestado en bar de Donnadieu y su pareja Manolo Fernández.

El libro de Guillermo Osorno permite inferir que El Nueve fue escaparate de un crisol de diversidades, pero nunca de militancia política homosexual por dos razones concretas: porque no se concentró en la apropiación homosexual de la cultura sino que se abrió a distintas expresiones sociales y porque sus propietarios tampoco eran activistas del movimiento. No niego que este relato incluye la existencia de lugares donde había activismo, pero a lo largo de los 14 capítulos éstas anotaciones son demasiado breves y pueden pasar desapercibidas por quienes no las conocieron o no vivieron en esos años.

Lo anteriormente expuesto no significa que quite yo valor a “Tengo que morir todas las noches”; nada de ello. Por el contrario me parece que ofrece información valiosa para comprender algunas lagunas respecto al papel que homosexuales prominentes y con dinero han tenido en este proceso de afirmación identitaria. También constituye una documentada aportación a la lógica en que se mueve el dinero de los llamados empresarios gays. Y todo ello no se hubiera concretado sin el oficio periodístico de Osorno.

Mi crítica sin duda es subjetiva, pero afectiva hacia el autor. Disiento no de su acuciosa investigación sino de la interpretación ofrecida y de la elección que hizo respecto a qué debería aparecer en su libro habiendo recogido tanta información a lo largo de diez años, porque al incluir diversas expresiones de la cultura en artistas no homosexuales y detenerse otro tanto en sus vidas, desplazó información que puede describir mucho mejor por qué El Nueve ante sus ojos fue un bar que le pareció determinante para cambiar el devenir de la homosexualidad.

Por último no puedo dejar de señalar que el capítulo 8, en el que se aborda el VIH/Sida durante los años 80, contiene imprecisiones históricas y pasa por alto que la sexualidad en los gays resintió un cambio dramático por temor a la mortal epidemia afectándolo en sus manifestaciones culturales. Me queda claro que el propósito del libro es la cultura pero me parece que el VIH/Sida debió recibir más atención como indicador de cambio durante la década que el autor revisa.

Finalmente, me parece que contar tan ampliamente la historia de Henry Donnadieu tiene su lado entretenido y dramático, aunque por la forma en que está abordada su accidentada vida me resulta, al final de cuentas, vacía. Por ello estimo que Osorno debería revisar esa parte y mejorar en una futura edición el lado humano de este empresario, ya que esa es la divisa con la cual se le recuerda.

Con este libro creo, no obstante, que Guillermo traza una nueva ruta de aproximación a la comprensión del proceso histórico en la gradual integración de la homosexualidad a nuestra sociedad. Ponerle nombre y apellido a varios de esos protagonistas, investigar, documentar y buscar reconstruir el contexto de los hechos es el reto que su profesionalismo siembra.

(*) Periodista, @LuisManuelArell

** Texto publicado en la revista electrónica http://queer.com.mx/?p=3081 y se publica en este espacio con la venia del autor y el editor.

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